Hace 7 años me he enamorado, de una mujer hermosa. Comenzamos corriendo, nos dijimos te amo y las cosas fueron de un lado para otro. Mi vida ya era un caos y la suya un misterio. Yo estaba aprendiendo a amar, ella aprendía a no tener miedo. Aprendí a besarla y todo se volvió indispensable. Memoricé el color de sus ojos, el perfume en su cuello, la textura de su piel. Pasaron las noches y de pronto la soñaba a diario, la quería todo el tiempo y me desesperaba el futuro. Ella y yo hablábamos un distinto idioma y nunca nos entendíamos, sólo sabíamos besarnos, decirnos te amo y abrazarnos hasta sentir nuestros latidos. Los meses pasaron y no pudimos, nos ganó el carácter, la confusión y la edad. Nos separamos y conocí el desamor, la soledad, el perder a alguien que no quería lejos y el no poder hacer algo para recuperarla. Los meses pasaron y pretendimos seguir con nuestras vidas, su recuerdo se volvió borroso, su perfume un sueño y su sonrisa una foto antigua que nunca encontré.
Creí que con el tiempo y con los años la olvidaría, que en otros brazos encontraría la felicidad que algunos viejos me dijeron que podía reemplazar. Según medio mundo ella era un amor primerizo, un sentimiento prematuro, la adrenalina de lo imposible. Se equivocaron.
Me encontré en la soledad más profunda, con su nombre prohibido y un recuerdo confuso. Su voz se convirtió en un susurro y los recuerdos en pecado. Traté de que pareciera la más mala del mundo pero antes de dormir cerraba los ojos e imaginaba sus besos. Me arrepentía de los días en que su boca y la mía se tocaron, aquello era brujería, era lo prohibido en mi vida aburrida que tanto odiaba.
Día a día me quedé más solo, me sentí más miserable y le dije al mundo que la felicidad me invadía. Pensaba que tal vez si lo repetía mil veces se haría realidad, según yo no la extrañaba. Según mis palabras era sólo un recuerdo, un amor primerizo que me llenó de sentimientos pero que no tenía futuro. Se equivocó medio mundo y yo mentí. Me moría por ella y cada noche en medio de la oscuridad una lágrima tímida bajaba por mi rostro. No podía pensar en ella pero estaba todo el día en mi mente. No la mencionaba pero su nombre era un tatuaje en mi piel. Cosí mi boca con excusas para no verla, con límites para no buscarla y con barreras para alejarla.
Una tarde triste mi vida cambió. Fueron minutos de desesperación que pasaron como un instante entre las voces confusas de un hospital maltrecho. Yo mismo salté las vallas y los alambres de púas que escondían su nombre. Marqué uno a uno los números prohibidos en mi teléfono y la llamé. Estaba libre y me contestó, estaba nervioso y hablé rápido. Al parecer ahora tenía cáncer y ella era la única persona con la que tenía que hablar. Los latidos marcaban el ritmo de mis palabras y no se escuchaba nada más que mi voz en el vacío, repitiendo palabras que no recuerdo ni que quiero recordar. Ese día comenzó un camino que aún no termina. Comenzaron las citas y los sueños rotos. Comenzó el abandono, el dejar lo que más quería por el dolor. Dolor intenso en mi cuerpo, en mi alma, en mi mente. Lo único cuerdo de estos meses fue esa llamada. Lo único bueno fueron sus besos regresando a mi mejilla, sus dedos tocando mi cuerpo, su voz invadiendo mi alma. Eso era ya suficiente para pararme con las manos temblando, los pies fríos, las venas rotas y el cuerpo caduco. Ya eran la excusa para imaginarme una vida nueva. Los motivos faltantes para soñar por las noches con un futuro menos aterrador. Comencé un camino nuevo y aún sigo caminando hasta la línea de partida. Me dicen a diario que falta poco para llegar, me duelen los pies y mis dedos con ampollas no saben pensar otra cosa que en el instante mismo y resulta eterno. Todo regresa al inicio y por eso te pregunto:
¿Cuánto falta para llegar?